Por Javier Agüero Águila, Director del Departamento de Filosofía, Universidad Católica del Maule
Aristócrata, sacerdote, doctor en teología moral y obrero de la construcción (respetando una suerte de contradictoria cronología); víctima de tortura por parte de los organismos represores de la Dictadura chilena, férreo defensor de los derechos humanos, párroco –12 años– de la Legua. Pastor de los oprimidos y hermano del pueblo sufriente.
Pero, sobre todo, Cura obrero, en la ruta de la noble y corajuda estirpe inaugurada por Pierre Dubois y que continuaron Antonio Llidó, Pepe Aldunate, André Jarlan, Blanca Rengifo (religiosa que se transformó en mirista), Juan Alsina y Rodolfo Baeza.
La vida de Mariano Puga Concha parte en un lugar y en una familia que, en Chile, de manera muy estigmática, se define como “de buena cuna”, expresión que se relaciona con una suerte de virtuosismo de origen que le permite al recién nacido confiar en su futuro y permitirse, a lo largo de toda su vida, la sistemática –y hasta cierto punto naturalizada– obtención de privilegios, los cuales se reproducen en el transcurso de su existencia ajustándose a las diferentes etapas de su aventura social y política. Por lo general, quienes nacen en este blindado ecosistema, transitan una sola vía: la de mantener “su buena suerte”, entendiendo que su posición privilegiada obedece a un cierto orden de cosas. Algunos, los menos, se aventuran en alguna que otra epopeya filantrópica. En definitiva, y no importa la versión, los ricos.
Ahora bien, si asumimos que existen los de “buena cuna”, deberíamos también sostener que existen los que provienen de “mala cuna”. Este es un ejercicio aritmético simple y filosóficamente sencillo: si hay algo bueno es porque hay algo malo y vice-versa, antagonismos. La “mala cuna” entonces, podría comprenderse como ese espacio carente de virtuosismo, más bien de vulnerabilidad e inseguridad, donde el que nace desconfía del segundo siguiente de su existencia, reificando (concepto de Marx que podría entenderse como naturalizar) su exclusión, comprendiéndose al margen y reproduciendo, en este caso, un entorno precario, desesperanzado y sin horizonte.En definitiva, y no importa la versión, los pobres.
En esta línea, lo que siempre me inquietó de Mariano, de este valiente y enorme Mariano, es el momento en que decide abandonar su “buena cuna” e irse sin calcular, sin medir, sin ponderar y sin ahorrarse ningún tipo de gasto, con los de “mala cuna”, más aún, incluso, con los “sin cuna”, con los que no tienen nada que perder porque jamás han dispuesto de algo, o casi algo. Mariano me hace pensar, siempre lo ha hecho, en el salto de fe del que hablaba Kierkegaard, de ese vuelo ciego al final del cual no hay certeza alguna ni posibilidad de comprobar aquello en lo que fervientemente se cree. Debo decir que entiendo esta fe no solamente como la de la creencia en Dios, válida por supuesto, sino también como un tipo de espiritualidad que bien podría considerarse atea si fuera el caso, y que se emparenta con una suerte de locura, de desestimar los contextos y, simplemente, de embarcarse en lo que podría tener como destino el naufragio. “El instante de la decisión es una locura” (Kierkegaard).
“En cualquier caso, este libro resultaba terriblemente arriesgado. Lo separa de la locura una hoja transparente”, decía el personaje Ulises en la obra maestra homónima de Joyce. Los pobres fueron para Mariano ese libro arriesgado, indescifrable; los “con” o “sin cuna” representaron en su vida un sideral espacio imposible de calcular. Quizás nunca imaginó que su vocación por los perseguidos, los marginales, los fuera de toda ley, lo iba a llevar en 1974 a experimentar la brutal enajenación milica en los campos de concentración de Villa Grimaldi y Tres álamos; nunca imaginó de niño, probablemente, cuando estudió en Inglaterra y después en el Grange, que después de eso consagraría su vida a la defensa por los derechos humanos y, posterior a la Dictadura, a trabajar en las poblaciones más pobres de Santiago hasta el día de su muerte.
Conversando con un querido colega de la Universidad pude ver algo muy importante. Me señaló: “nadie quiere que mueran personas como Mariano Puga”, y es cierto, sin embargo, creo que su muerte, en este momento clave de la historia de nuestro país donde se han sacrificado cientos de pupilas y muchos han muerto soñando un nuevo Chile, es la más de bella de las herencias que nos toca, éticamente, administrar. No podría haber partido en un mejor momento, dejándonos la enorme responsabilidad de hacer de su vida un testimonio permanente de valentía, convicción y amor por el margen. Cómo no reconocer en su trayectoria un remesón inmenso para las instituciones, para la Iglesia que tanto amó, pero, de igual manera, a la que no dejó de tensionar por su falta de relato frente a los abusos y el estallido; para el Estado; para la política, en fin, para todos, también para los que, en mayor o menor medida, lo vimos ser un gigante en la lucha contra la represión, callejeando, gritando, amando, entregando lo que no tenía.
A pocos días antes de morir Mariano dijo: “No podré ver el nuevo Chile, ustedes sí”. Seguro que no lo verá, pero sí lo soñó, y sabremos ver en su nombre la emergencia de ese nuevo Chile, donde la figura del cura obrero, Mariano Puga, desde una espectral orilla, nos siga llamando y exigiendo, con su clásico tono Puga-ConchayToro-Subercaseaux, a luchar por una sociedad más justa.
El loco se lleva el honor y las cicatrices.