Javier Agüero Águila, director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.
A Roberto Torretti
La filosofía: cosa extraña para muchos/as; una suerte de fuerza distribuidora de incertidumbres que solo podría tener como finalidad la consolidación de una angustia. La filosofía: habitar siempre en la pregunta y entonces cuestionarse una y mil veces por los mismos problemas fundadores: el ser, la muerte, el tiempo, la literatura, la política, la ética, el lenguaje, en fin. La filosofía: quizás un cierto arte de la repetición que, con el paso del tiempo, va creando nuevas palabras, verbos, técnicas, esquemas, sistemas que, sin embargo, son la actualización sistemática de lo que, desde siempre, la misma humanidad se ha preguntado (o a lo que le ha temido).
En esta línea, y asumiendo la imposibilidad de abreviar a la filosofía, en una palabra, no creo que alguien, tampoco, pudiera definir su verdad. Precisamente porque la verdad también es una búsqueda que atormenta a la filosofía desde que existe y a la que nunca ha podido atrapar del todo. Aquel o aquella que, llamándose filósofo o filósofa, diga que encontró el santo grial llamado verdad pues, pienso, no “hace” filosofía, sino que se autoexilia desoladora y ególatramente en el páramo del dogma.
Pero habría que decir que la búsqueda de la verdad no es lo mismo que la búsqueda del sentido; del sentido de una vida, de seguir algunos senderos o reconocer alguna que otra señalética que soporte a la existencia y le imprima, de nuevo, sentido a nuestra cotidianidad. Para esto no es necesario practicar la filosofía, todos/as debemos tener un sentido para permanecer, de lo contrario tomaríamos sin dudarlo el ascensor directo al cadalso. El sin sentido es la muerte.
Y en esto sí estoy del lado de los/as filósofos/as que no se confunden: la verdad no es lo mismo que el sentido, así como la muerte no es lo mismo que la trascendencia, o más bien no nos lleva a ella necesariamente. Nadie nos puede asegurar la trascendencia –otra de las grandes obsesiones filosóficas y también teológicas–, pero a la vez no hay persona que pueda prohibirnos creer en ella. En mi caso adhiero a algo así como a una trascendencia intramundana. Trasciendo todos los días desde el otro, por el otro, en el otro, no en un más allá de la vida sino en ésta, aquí y ahora.
Defiendo la calidoscópica formación de los sentidos, pero nunca la imposición canónica de las verdades. Sospechemos de quien, a la verdad, la sensacionaliza y retoriza construyendo pirámides conceptuales y sistemas cerrados en donde los puntos de fuga quedan para siempre en latencia.
El sentido que le otorgo a la filosofía, es que me conecta con el mundo, con los demás, me hace parte de un momento y me habita como época. Es eso, la filosofía me habita como época, como tiempo y espacio que exige una respuesta, mala, buena, acertada o sin puntería da lo mismo: es la zona en donde la filosofía alcanza a la existencia. Entonces este oficio se vuelve profundamente político; político porque existir implica de manera urgente al otro. Y al otro no solo de carne y hueso, sino que al otro como expresión de una alteridad que se configura y reconfigura, muchas veces, al compás de la partitura de guerras, de hambrunas, de las violaciones a los derechos humanos en todo el planeta, de los desplazados, de los migrantes, de la miseria de las pandemias. El otro, ya sabemos con Levinas, es sin rostro, sin mirada. Es al que no siempre vemos.
Para mí, es desde aquí que la filosofía llena el vital espacio en el que, sin ella, probablemente, no habría nada. Solo una verdad incodificable. Un éter vacío sin escritura, sin habla y sin política (en el sentido extensivo de la palabra y con todo su tonelaje). Solo el triste y monótono monolingüismo con uno mismo.
En el día mundial de la filosofía me atreví con estas ideas que no pretenden ser el canon de nada, tampoco –y sin pensarlo de ninguna manera– un relamido moral organizado sobre la base de un discurso atávico. Simplemente apuesto por no buscar la verdad sino el sentido y habitar la filosofía como una forma de vida que, jamás, podría desactivarse de cara a lo actual, a la cultura, a lo político, al sufrimiento.
Todo esto más allá de que la filosofía propiamente tal se haya acuartelado, a la fuerza, en los famosos estándares y factores de impacto, reproduciendo en la obligación desesperada el rictus de un sistema encorsetado que nos ahoga, y que no en menor medida se empareja con la necesidad furiosa del “figurar”.
Pero más allá de esto lo que nos queda es la resistencia sobria y generosa de temblar y conmovernos, de volver a nuestro tiempo y aquí, justo aquí, ratificar, con angustia o sonriendo, la belleza de un oficio tan necesario como urgente y que se practica, igual, dentro o fuera de las instituciones; muchas veces en muy malas condiciones, pero se continúa, aceptando lo que escogimos, lo que somos, sin abandonar nunca a este algo llamado filosofía por la que, seguramente, estaríamos dispuestos/as a todo.